La lección silenciosa de cinco mil jóvenes
En tiempos donde la apatía cívica parece haberse instalado como una costumbre nacional, resulta casi disruptivo —y profundamente esperanzador— que más de cinco mil jóvenes hayan decidido participar en una elección universitaria. Y lo digo con absoluta franqueza: me sorprende, quizá porque me descubro entre los pocos que dimensionan la relevancia de este acto aparentemente sencillo, pero cargado de significado social.
Durante años hemos escuchado que las nuevas generaciones no se interesan por la vida pública, que están distraídas, desencantadas o desconectadas. Sin embargo, basta observar con atención para reconocer que no es desinterés: es inconformidad con los modelos que les heredamos. La vida universitaria, ese laboratorio ciudadano donde comienzan a formarse liderazgos y convicciones, nos da una muestra clara de ello. Los jóvenes sí quieren participar, pero no como lo hicimos nosotros; no en los moldes rígidos, rituales y casi solemnes que defendieron generaciones anteriores como única forma válida de involucrarse.
Lo que hoy vemos es otra cosa. Una generación —llámenle Z, centennials o como gusten— que entiende la participación desde nuevas coordenadas: horizontalidad, inmediatez, diálogo digital, comunidad auténtica, identidad colectiva y un profundo rechazo a lo que huele a simulación. Y aun así, pese a que tienen mil razones para no confiar, deciden ir, votar, involucrarse y hacerse escuchar. Eso, en un país donde millones de adultos renuncian a ese derecho, es un milagro cívico que no deberíamos pasar por alto.
Quienes minimizan esta participación, quienes cuestionan que “valga la pena celebrar” que miles de jóvenes acudan a votar, parecen vivir presos del compromiso formal o atrapados en una visión limitada de la democracia. No se han dado cuenta de que estamos frente a una generación que se rebela contra la indiferencia, que exige espacios genuinos, no escenarios montados, y que participa bajo sus propios códigos, sus reglas y sus motivaciones.
No reconocer este despertar juvenil es desperdiciar una oportunidad histórica. Porque si cinco mil jóvenes votan hoy en su universidad, ¿cuántos podrían transformar mañana la manera en que entendemos la vida pública? ¿Cuántos podrían cuestionar instituciones, abrir nuevos debates, romper inercias o incluso reconstruir la confianza que tantos creen irrecuperable?
La democracia no se agota en las urnas formales; se alimenta de gestos como este: de jóvenes que deciden que su voz importa, aunque sea en un microcosmos universitario. Y tal vez ahí radique la verdadera lección: mientras muchos adultos cierran la puerta de la participación, las nuevas generaciones están buscando ventanas, rendijas y cualquier espacio que les permita hacer oír su voz.
Celebrar su participación no es ingenuidad; es reconocer que el futuro del país también se decide en esos pequeños grandes actos. Porque en un México cansado, escéptico y a veces roto, ellos —los jóvenes— están recordándonos que todavía hay quienes creen en su poder de cambiar las cosas. Y esa, sin duda, es una esperanza que merece ser escuchada.
Al tiempo… y a su opinión.
Foto: UAA

