A Opinión del 29/5/25
En México, la política se ha vuelto un espectáculo de memes y gritos, donde la popularidad vale más que una gestión responsable, desviando la atención de problemas reales.

La dictadura del meme y el grito: cuando la popularidad vale más que la gestión
Vivimos tiempos extraños en México. Tiempos donde la lógica ha sido desplazada por el grito más estridente, donde la consistencia ha sido arrasada por la inmediatez del sarcasmo viral, y donde la responsabilidad de gobernar ha sido reemplazada por el espectáculo constante de la conveniencia política. Es la era del régimen tetratransformista, donde todo gira en torno a la narrativa del poder y no a la realidad del país.
En esta nueva dinámica nacional, poco importa si un gobierno administra con responsabilidad las finanzas públicas, si logra reconocimiento internacional por su manejo económico, o si mantiene estabilidad en medio del caos global. Lo que importa es otra cosa: ser parte del juego. Un juego donde la popularidad se mide en likes, la aprobación en encuestas de dudosa metodología, y el éxito político en la capacidad de ridiculizar al adversario en 280 caracteres.
Hemos caído, sin darnos cuenta, en un ciclo de validación pública vacía, donde la crítica con argumentos se desecha como si fuera un estorbo del pasado, y en su lugar florece una retórica de contradicciones, de promesas que saben que no se cumplirán, de enemigos imaginarios a los que se culpa de todo lo que no se puede —o no se quiere— resolver.
La tragedia no está solo en la comedia política diaria que se escenifica en las mañaneras o en las redes sociales, sino en que cada día millones de personas van dejando de creer en la posibilidad de un país mejor, porque el discurso hueco se ha vuelto norma, y la esperanza, una herramienta de manipulación.
Y así, mientras se lanzan fuegos artificiales en el cielo del espectáculo político, abajo, en la tierra donde habita la gente común, se agudizan las crisis: inseguridad, salud colapsada, educación estancada, falta de empleos bien remunerados. La incertidumbre crece como sombra al acecho, mientras el gobierno se entretiene construyendo enemigos y fabricando triunfos narrativos.
¿De qué sirve entonces llevar una buena administración pública, si lo que premia el electorado —alentado por la maquinaria oficialista— es la pose, la ocurrencia, la frase mordaz? ¿De qué sirve gobernar con visión de futuro si lo que importa es el aplauso del presente, aunque esté vacío de sustancia?
Este país merece más que una transformación de utilería. Merece liderazgos que no teman al rigor de los hechos, que apuesten por el trabajo silencioso y responsable, aunque no sea trending topic. Porque si seguimos valorando más el meme que la gestión, más el escándalo que la propuesta, el precipicio no será una metáfora, sino una realidad inevitable.
México no está condenado, pero sí está extraviado. Recuperar el rumbo exige una ciudadanía crítica, menos fascinada con el espectáculo y más comprometida con exigir verdad, eficacia y decencia. Solo así podremos romper esta peligrosa ilusión colectiva en la que popularidad y buen gobierno parecen ser enemigos irreconciliables.