A Opinión del 1/9/25

El regreso a clases en Aguascalientes pesa en los bolsillos y refleja la incertidumbre del futuro que heredamos a las juventudes.

Este 1 de septiembre marca, una vez más, el regreso a clases en Aguascalientes. Para miles de familias, este ritual anual no solo significa la foto de los hijos con uniforme nuevo y mochila al hombro, sino también un fuerte desembolso económico que cada vez pesa más en los bolsillos. Útiles, zapatos, libros, cuotas “voluntarias” y transporte se convirtieron en una prueba de resistencia para padres que hacen malabares entre la inflación, los bajos salarios y una economía que no termina de estabilizarse.

Cada inicio de ciclo escolar nos recuerda que la educación en México sigue siendo un lujo disfrazado de derecho. La factura de este arranque no es menor: hablamos de familias que gastaron desde algunos miles hasta cifras que fácilmente rebasan un salario mensual promedio, con la esperanza de que valga la pena. Que valga la pena que sus hijos, al menos, dejen por unas horas el celular y las pantallas para reencontrarse con un aula que, con suerte, los motive a descubrir quiénes quieren ser.

La pregunta de fondo, sin embargo, va más allá de los pesos y centavos. Cada septiembre nos repetimos el mismo deseo: que esta generación encuentre en la escuela no solo conocimientos básicos, sino un propósito, una vocación que los saque adelante en un país que parece darles cada vez menos certezas. Padres y madres confían en que sus hijos no solo aprendan matemáticas o historia, sino que desarrollen la fuerza para sobrevivir a la incertidumbre que les estamos heredando.

Porque seamos claros: la angustia no se limita al gasto inmediato. Lo que más preocupa es el futuro. ¿Qué les quedará de país a estas juventudes cuando les toque tomar las riendas? ¿Qué horizontes podrán construir si lo que hoy vemos son instituciones debilitadas, inseguridad creciente y un sistema educativo que no termina de responder a las exigencias de un mundo cambiante?

El regreso a clases en Aguascalientes debería ser motivo de esperanza colectiva. Y lo es, en parte, porque aún hay un ejército de padres que hacen todo lo posible por mandar a sus hijos bien equipados, aunque signifique endeudarse o sacrificar otras necesidades. Pero también es un espejo de la fragilidad de nuestro presente: familias al límite que confían en que la escuela sea más que un trámite, que sea la chispa que encienda en estas nuevas generaciones el valor de resistir, de crear y de imaginar un país distinto.

Mientras tanto, cada septiembre seguimos cargando mochilas: los niños con las suyas, y los adultos con el peso de una pregunta que nunca se va: ¿estamos realmente dándoles las herramientas para construir un futuro mejor, o solo llenamos cuadernos con la esperanza de que, de lo que quede de este país, ellos logren rescatar algo?

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