Apuntes de reportero – Prohibido prohibir, pero no ignorar

Durante un concierto, Los Alegres del Barranco proyectaron imágenes de “El Mencho”, provocando su prohibición y reavivando el debate sobre narcocultura.

Todo comenzó en un concierto en el Auditorio Telmex de Zapopan, Jalisco. Los Alegres del Barranco estaban en el escenario, la multitud vibraba con sus corridos, hasta que aparecieron en las pantallas imágenes de Nemesio Oseguera Cervantes, alias “El Mencho”, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación. En ese momento, el concierto se convirtió en un acto político, un mensaje que cruzó fronteras y encendió alarmas en Washington.

Días después, el subsecretario de Estado de Estados Unidos, Christopher Landau, anunció la revocación de las visas de los integrantes de la banda. “No vamos a extender la alfombra roja a quienes enaltecen a criminales y terroristas”, declaró con firmeza. Fue el primer golpe de la administración de Donald Trump contra una industria que, bajo el manto de la libertad de expresión, ha alimentado la narcocultura y glorificado a figuras del crimen organizado.

El caso de Los Alegres del Barranco pone en el centro del debate una cuestión compleja: ¿dónde termina la libertad de expresión y comienza la apología de la violencia? Los narcocorridos, con sus letras que narran historias de poder, traición y sangre, son un reflejo de la realidad de muchas comunidades marginadas. Pero también son herramientas de propaganda, utilizadas por los cárteles para consolidar su imagen y reclutar nuevos adeptos.

En México, la respuesta ha sido ambigua. Mientras algunos gobiernos locales prohíben conciertos y ferias monumentales que promueven este tipo de música, otros las autorizan sin reparos, argumentando que generan empleos y derrama económica. Las empresas promotoras, como Valle Verde Music, y las disqueras, como RL Music Entertainment, por poner un ejemplo, han encontrado en los narcocorridos un negocio lucrativo, impulsado por plataformas digitales que permiten llegar a audiencias globales.

Paradójicamente, la prohibición también es un negocio. Cada vez que un concierto es cancelado o un artista es vetado, su popularidad aumenta. Las canciones se convierten en himnos de resistencia, y los seguidores se multiplican. En un mercado binacional que genera más de 326 millones de dólares al año, la censura no detiene el fenómeno; lo amplifica.

Donald Trump lo entendió bien, o más bien Landau. Al revocar las visas de Los Alegres del Barranco, no solo envió un mensaje a México, sino que también marcó el inicio de una estrategia más amplia para combatir la narcocultura. Pero este golpe, aunque simbólico, es solo el comienzo. La industria musical vinculada al narcotráfico es un entramado complejo que incluye bandas, promotores, influencers en ambos países y hasta ferias locales. Tirar de este hilo podría revelar una red mucho más grande de complicidades y beneficios económicos.

Sin embargo, la solución no está en la prohibición. Cada quien tiene derecho a escuchar lo que se le dé la gana. La música, como cualquier forma de arte, es un reflejo de la sociedad, con sus luces y sombras. Prohibir los narcocorridos no eliminará la violencia ni desmantelará a los cárteles. Lo que se necesita es un debate abierto, una regulación que permita distinguir entre la expresión artística y la propaganda criminal, y una estrategia que ataque las raíces del problema: la desigualdad, la falta de oportunidades y la impunidad.

Porque, al final del día, la música no mata. Pero tampoco es inocente. Y mientras sigamos ignorando el contexto que la rodea, seguiremos bailando al ritmo de una realidad que nos supera.

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