-1-
El R8 y la disputa del taller
Ese día, por primera vez en meses, El R8 había decidido no cargar con expedientes, ni seguir rastros imposibles, ni citar testigos. Un día libre, se repetía a sí mismo como si aquello fuera un lujo prohibido. Tomó su chamarra de piel gastada y caminó hasta el taller de su viejo amigo Herrera, un mecánico que olía siempre a gasolina, acero y café requemado.
El taller estaba vivo: las herramientas sonaban como campanas metálicas, el olor a aceite usado se mezclaba con el de soldadura fresca, y en un rincón dos jóvenes mecánicos, Chava y El Güero, peleaban con las piezas de un motor Ducati que parecía resistirse a la resurrección.
—¡R8, carajo! —exclamó Herrera, limpiándose las manos con un trapo negro de grasa—. Justo estaba pensando en ti. Ven a ver lo que acabo de traer, una Harley Davidson Fat Boy 114, recién llegada. ¿A poco no es la mejor máquina que existe?
El detective arqueó una ceja, encendió un cigarro y miró la moto como quien examina a un sospechoso.
—Bonita está, no te lo niego —dijo, dejando escapar una bocanada de humo—. Pero no me vengas con que es la mejor del mundo. Eso, mi estimado Herrera, es pura publicidad.
Herrera soltó una carcajada grave.
—¿Publicidad? ¿Me vas a decir que no sientes el rugido de ese motor Milwaukee-Eight? Eso es historia, hermano. Eso es libertad.
El R8 caminó alrededor de la Harley, como si fuera una escena del crimen.
—Mira, Herrera, no confundas marketing con mecánica. Harley vende un sueño: carreteras infinitas, chalecos de cuero, barbas tupidas. Pero en cuestiones de ingeniería, hay marcas que la superan. ¿Cuánto pesan estas motos? Son elefantes de metal. Intenta maniobrar una en un callejón angosto de la ciudad, y verás.
—¡Bah! —replicó Herrera, golpeando el tanque de la Harley con cariño—. ¿Y qué me dices de la durabilidad? Estas motos son eternas.
El R8 sonrió con sarcasmo.
—Eternas, sí, siempre y cuando el dueño tenga una chequera eterna también. Cada reparación cuesta el doble de lo que debería. Y ni hablar del desempeño: Ducati, BMW, incluso las japonesas como Yamaha o Honda, te ofrecen más potencia, más estabilidad, y con menos litros de gasolina.
En ese momento, Chava, con el rostro sudado y las manos ennegrecidas, levantó la vista del motor Ducati.
—Patrón, el R8 tiene razón en algo. Estas italianas, aunque latosas, corren como demonios cuando se arman bien.
—¡Y lo estamos logrando, jefe! —gritó El Güero, mientras ajustaba la última pieza con una llave dinamométrica—. Esta Ducati va a rugir más fuerte que cualquier Harley.
Herrera bufó, pero no pudo ocultar una sonrisa.
—Estos chamacos siempre queriendo llevarme la contra.
El R8 apagó el cigarro en un bote vacío de aceite y dio una última mirada a la Harley.
—Herrera, no me malentiendas. Harley Davidson es un ícono, una leyenda. Pero las leyendas viven más en la cabeza de la gente que en el pavimento.
Los mecánicos rieron, y el taller se llenó de ese ambiente familiar que tanto había extrañado el detective. Por primera vez en mucho tiempo, El R8 estaba en paz, discutiendo de motos en lugar de crímenes. Claro que sabía que esa calma no duraría mucho, pero por hoy, era suficiente.
-2-
La calma interrumpida
El taller vibraba con el rugido del motor Ducati recién encendido. Chava y El Güero celebraban como si hubieran ganado un campeonato, mientras Herrera sonreía orgulloso de sus pupilos. El R8 se acomodó en una silla vieja, dispuesto a seguir la discusión sobre marcas de motocicletas, cuando de pronto sonó su celular.
El detective miró la pantalla: número desconocido. Dudó en contestar, pero algo en su instinto —ese que nunca lo dejaba en paz— le dijo que atendiera.
—¿Quién habla? —respondió con voz seca.
Un silencio incómodo se extendió unos segundos. Luego, una voz femenina, tensa, susurró:
—¿Es usted el detective R8? Necesito ayuda… me están siguiendo. No confíe en nadie… ni siquiera en la policía.
La llamada se cortó de golpe.
El taller quedó en silencio. El sonido metálico del motor Ducati parecía un eco distante. Herrera, que había alcanzado a escuchar parte de la conversación, frunció el ceño.
—¿Problemas, R8?
El detective guardó el celular en la chamarra, encendió otro cigarro y exhaló despacio.
—No lo sé, viejo. Pero alguien acaba de pedir auxilio, y cuando la gente se juega la vida en una llamada de treinta segundos, no hay tiempo que perder.
Chava, aún con las manos llenas de grasa, se animó a preguntar:
—¿Quiere que le demos una mano, jefe?
El R8 sonrió apenas, con esa ironía que lo caracterizaba.
—No, muchachos. Ustedes sigan domando a esa Ducati. Yo tengo que salir a la calle a cazar fantasmas.
Se levantó, tomó sus guantes de piel y se dirigió a la puerta. Herrera lo detuvo un segundo.
—R8, recuerda lo que siempre digo: las motos son como la vida… la potencia está bien, pero el equilibrio lo es todo.
El detective asintió y, antes de salir, lanzó su última frase al taller:
—Equilibrio, Herrera… eso es lo que más falta en esta ciudad.
Y con el rugido de su propia moto encendiéndose, la calma de su día libre se desvaneció para dar paso a otro misterio.
-3-
El R8, Lex y la mujer en la penumbra
Con el apoyo de la avanzada tecnología del C5i de la policía estatal, El R8 localizó el origen de la llamada, por lo que acudió inmediatamente a un motel sobre la 45 norte en Jesús María. Entró con sigilo a la habitación 66 y ahí estaba ella, una pelirroja hermosa con una armonía perfecta, una belleza que residía tanto en la delicadeza de sus rasgos como en la serenidad de su porte, dejando una impresión imborrable de sofisticación y encanto.
No había tiempo para el encanto, el peligro ya estaba en la puerta tocando con fuerza.
El golpeteo en la puerta del motel se volvió más fuerte, acompañado de voces que exigían abrir de inmediato. El R8 sabía que estaba en desventaja: un cuarto sin salidas, una mujer aterrada y hombres armados al otro lado.
Ella, sin dudarlo, le entregó una carpeta que contenía un listado de modelos de motocicletas que habían sido robadas en Estados Unidos e iban a distribuirlas en el mercado negro mexicano.
No había oportunidad de pelear ni psoibilidad de ganar. Decidió retirarse. Con movimientos precisos, rompió la ventana del baño y escaparon entre vidrios rotos, perdiéndose en la oscuridad de un callejón.
Una vez a salvo, el detective llevó a la mujer a su oficina. Aquel espacio era su refugio: paredes cubiertas con expedientes, fotos antiguas, un mapa de la ciudad de Aguascalientes lleno de alfileres, y en el centro de su escritorio descansaba una pequeña caja metálica.
El R8 la abrió con cuidado y sacó lo que realmente le daba ventaja: su reloj inteligente, Lex, un prototipo de inteligencia artificial que la Fiscalía General del Estado de Aguascalientes le había dado como prueba.
—Hora de trabajar, viejo amigo —murmuró mientras se lo ajustaba en la muñeca.
La pantalla se iluminó y una voz masculina, fría y calculada, respondió:
—Bienvenido, R8. ¿Desea un análisis de la situación?
El detective sonrió.
—Dame todo lo que tengas sobre cargamentos falsos de motocicletas en la frontera. Y rastrea quién demonios sabe que ya estoy en este caso.
La mujer, sentada en un sillón de cuero, lo observaba con una mezcla de miedo y admiración. En la penumbra de la oficina, sus facciones se suavizaban: labios rojos, piel tersa, ojos que guardaban secretos.
—Nunca había visto nada igual… —susurró, refiriéndose a Lex, pero su mirada estaba fija en el propio R8.
El detective se acercó, encendió un cigarro y se inclinó para ofrecérselo, aunque ella no fumaba.
—En este mundo hay dos cosas inevitables: la muerte… y la tecnología. Aprende a confiar en las que no te fallen.
Ella rió suavemente, el sonido más cálido que el R8 había escuchado en meses. En ese instante, algo cambió: ya no era solo una testigo bajo amenaza, sino una mujer que despertaba en él un deseo prohibido.
Sus miradas se encontraron. El R8, hombre de instintos antes que palabras, rozó su mano con la de ella. No hubo resistencia, solo un silencio denso que lo dijo todo.
Lex interrumpió, como un tercero incómodo en la habitación:
—He detectado movimientos sospechosos en el barrio de San Marcos. Recomiendo actuar de inmediato.
El R8 se levantó bruscamente, como si arrancarse de ese instante fuera un sacrificio.
—Después hablaremos de lo nuestro —le dijo con voz grave—. Ahora tenemos un caso que resolver.
Ella lo miró con una sonrisa enigmática.
—Solo prométeme una cosa: no me dejes sola.
El R8 se ajustó la chamarra, encendió la pantalla de Lex y, con el corazón latiendo más rápido de lo normal —y no solo por el peligro—, salió de la oficina sabiendo que esta vez el caso venía acompañado de algo más que balas y sospechas: un amor que podía costarle la vida.
Al amanecer, la ciudad parecía tranquila, pero R8 sabía que la calma era un espejismo. Lex le proyectaba en la muñeca los últimos movimientos detectados: camiones cargados de motocicletas falsas, rutas de escape y vehículos blindados. La red de contrabando estaba más cerca de lo que esperaba.
—R8 —dijo la mujer mientras ajustaba su chaqueta de cuero—. Si vamos a hacer esto, no hay vuelta atrás.
—Lo sé —contestó él, apretando la empuñadura de su pistola—. Pero necesito que seas honesta. ¿Por qué me ayudaste anoche? ¿Por salvarme o por salvarte a ti?
Ella lo miró con firmeza, los ojos brillando entre la luz de la mañana:
—Ambas cosas. Y porque sé que contigo tengo una oportunidad de sobrevivir.
El R8 no dijo nada, pero un instante bastó para que Lex detectara movimiento: los camiones estaban cargando armas escondidas entre motocicletas Ducati y Harley, y varios hombres armados custodiaban la entrada del almacén.
—R8, es ahora o nunca —susurró la mujer.
Se lanzaron hacia el almacén, esquivando disparos y cubriéndose entre los contenedores. Lex los guiaba, proyectando rutas seguras y puntos ciegos de los guardias. Chispas de metal y pólvora iluminaban la escena mientras ambos avanzaban con coordinación casi instintiva.
Un hombre se les atravesó, apuntándoles con un arma automática. La mujer reaccionó primero, lanzándole un golpe que lo derribó. R8 aprovechó la apertura, derribando a otro con su pistola. Cada movimiento era calculado, pero la adrenalina y la cercanía entre ellos hacía que cada roce fuera un recordatorio del riesgo que corrían juntos.
—¡Cuidado! —gritó Lex—. Tres hombres más entrando por la puerta trasera.
R8 asintió y tomó la iniciativa:
—Cúbreme, yo entro.
Ella lo miró, con la adrenalina marcándole el rostro, y simplemente sonrió:
—Siempre supe que eras un maldito héroe.
Dentro del almacén, encontraron los documentos que probaban el contrabando, y fotos de los líderes de la red. R8 respiró hondo. Esto era más grande de lo que imaginaba, pero ahora tenía pruebas y una aliada, aunque peligrosa.
Cuando finalmente escaparon entre el humo y los disparos, R8 miró a la mujer:
—No sé si confiar en ti, pero si seguimos juntos, tendremos que hacerlo… o moriremos intentándolo.
Ella rió suavemente, mientras ambos desaparecían entre las sombras de la ciudad, conscientes de que el amor y la traición estaban entrelazados en cada paso que daban.
Esa noche, R8 regresó a su oficina. Lex proyectaba sobre la pared un mapa con todos los movimientos del día: rutas, vehículos, posibles escondites de la red. La mujer estaba sentada en el sillón, aparentemente tranquila, pero R8 no podía quitarse de la cabeza la sensación de que algo no cuadraba.
—R8… —dijo ella suavemente—. No quiero que me veas como un riesgo. Solo quiero ayudarte a terminar con esto.
Él la miró, midiendo cada palabra:
—¿Ayudarme o asegurarte de que no descubra lo que realmente haces?
Ella tragó saliva, evitando su mirada.
—Créeme… no hay nadie más en quien pueda confiar.
Lex interrumpió, con su voz fría y precisa:
—Detectando anomalías en la información de la señorita. Se han cruzado comunicaciones con uno de los líderes de la red en los últimos tres días. Requiere verificación inmediata.
El corazón de R8 se tensó. No necesitaba más confirmación: la duda se instaló como un puñal invisible entre ellos.
—Explícame esto —dijo, señalando el reloj.
—Yo… —tartamudeó ella—. Sí, tuve contacto… pero fue forzado. Me amenazaron. Solo quería protegerme y protegerte a ti.
R8 se acercó lentamente, midiendo cada gesto.
—Si me mientes, todo esto termina aquí. Y no me importa cuánto me duela.
Ella bajó la cabeza, y por un instante la vulnerabilidad humana brilló más que el peligro. R8 sintió un impulso de creerle, pero el detective sabía que en su mundo la confianza era un lujo que podía costarle la vida.
—Muy bien —dijo finalmente—. Nos damos una última oportunidad. Pero cualquier movimiento raro… y te juro que no habrá marcha atrás.
Ella lo miró, con una mezcla de miedo y deseo.
—Lo entiendo. Y no te fallaré.
R8 respiró hondo y miró a Lex:
—Prepárame un análisis completo de sus comunicaciones y posibles infiltrados. Quiero saber quién la presiona y hasta dónde llegan sus mentiras.
—Procesando… —respondió Lex, mientras los datos comenzaban a fluir—. Alta probabilidad de que haya un infiltrado adicional en la red que aún no hemos detectado.
El R8 encendió un cigarro, con la mirada fija en la mujer:
—Bienvenida a mi mundo, preciosa. Aquí nadie sobrevive sin secretos… ni sin traiciones.
Ella se acercó y rozó su brazo con suavidad, recordándole que el peligro y el deseo ahora estaban entrelazados, más inseparables que nunca.
-4-
El R8 y la soledad inevitable
La red de contrabando cayó aquella noche. Disparos, persecuciones y decisiones al filo de la navaja habían marcado cada movimiento. R8 y la mujer lograron desmantelar gran parte del esquema, pero no sin costo.
Durante el enfrentamiento final, cuando Lex proyectaba rutas de escape y puntos de cobertura, un traidor inesperado apareció: uno de los hombres de confianza de la mujer. En un instante, la confianza se rompió. Entre la confusión y el caos, la mujer fue herida levemente y desapareció en medio de la huida, dejando a R8 atrapado en un tiroteo que no podía esquivar.
Cuando todo terminó, la ciudad estaba en silencio. El R8 regresó a su oficina, ensangrentado de polvo y adrenalina, mientras Lex analizaba los datos finales. La mujer no volvió a aparecer. No hubo llamada, no hubo mensaje. Solo la certeza de que había perdido otra vez a alguien que había despertado su corazón.
Se sentó en su viejo sillón de cuero, encendió un cigarro y miró alrededor. La oficina estaba llena de papeles, mapas, fotografías de casos pasados y recuerdos de quienes ya no estaban.
Tomó un sobre amarillento, lo abrió y miró las fotos de viejos compañeros de investigación, de la primera moto que arregló con Herrera, de un amor que creyó eterno. La nostalgia le golpeó con fuerza, recordándole que su vida siempre terminaba sola, incluso cuando estaba rodeado de caos, aventuras y peligros.
Lex proyectó una luz suave sobre el escritorio:
—R8, las probabilidades de que la mujer regrese son bajas. Recomiendo análisis de seguimiento diario.
El detective exhaló el humo del cigarro y sonrió con ironía:
—No hace falta, Lex… algunas historias están destinadas a quedarse en recuerdos.
Se levantó, recorrió la oficina con pasos lentos y apagó las luces. Afuera, la ciudad seguía viva, ignorante del sacrificio de quienes luchaban en sus sombras. El R8 sabía que mañana habría otro caso, otro peligro, otra historia imposible. Pero por ahora, se permitió un instante de soledad, abrazando los ecos de lo que fue y lo que nunca volvería.
Y así, en su oficina silenciosa, el R8 quedó solo, fiel a su destino, entre recuerdos, motos, secretos y amores que nunca podrían ser suyos.