A Opinión del 17/4/25

La censura a narcocorridos es insuficiente; reflejan una realidad social que solo cambiará con justicia, oportunidades y transformación profunda.

Prohibir no basta: el trasfondo de los narcocorridos en nuestra sociedad

Seré honesto: no me desagrada del todo la idea de censurar los narcocorridos. Y celebro que el Congreso del Estado de Aguascalientes haya decidido dar ese paso. A tres días del arranque de la Feria Nacional de San Marcos (FNSM), se aprobó una reforma al Código Penal del Estado que tipifica como delito la apología del crimen, sancionando con penas de cárcel y multas a quienes, a través de la música o representaciones artísticas, exalten o justifiquen a personas vinculadas con la delincuencia organizada, el uso de armas prohibidas o el narcotráfico.

Con el voto de 20 de los 26 legisladores presentes, se adicionó el artículo 178 E bajo el tipo penal Provocación a Cometer un Delito o Apología del Delito. El mensaje es contundente: en uno de los escenarios más visibles y escuchados del año, el Estado no quiere corridos que glorifiquen al crimen.

Sin embargo, aunque comprendo la intención, también me parece importante señalar —como lo he mencionado en diversas entregas— que prohibir no basta. La música, al final del día, es un reflejo de la sociedad. Y mientras la sociedad siga exigiendo este tipo de contenidos, la ley se convertirá en una barrera frágil que difícilmente detendrá la fuerza de lo que ya está arraigado en el imaginario colectivo.

El narcocorrido no es solo una canción: es el relato —a veces brutal, otras veces heroico— de un país que lleva décadas lidiando con el cáncer del narcotráfico. Lo verdaderamente preocupante no es que se cante sobre narcos, sino que estos personajes sean vistos como modelos de éxito. El narcotráfico, en muchos contextos, se ha vuelto una salida ante la pobreza, una vía rápida para escapar del abandono, una promesa de poder para quienes nunca lo han tenido.

Y ahí están los narcocorridos, como crónicas de esa aspiración rota. Vanagloriando al delincuente, sí, pero también ofreciendo un espejo a miles de jóvenes que, en su día a día, ven más posibilidades en el crimen que en la escuela. Niños que compran armas de juguete cada vez más realistas en cualquier mercado, que conocen a alguien de su misma colonia que ya tiene camionetas de lujo, y que crecen en un país donde el crimen organizado ha penetrado hasta los huesos de la vida pública.

La música no es la causa del problema, sino su síntoma. Silenciarla puede ser un acto de autoridad, pero no una solución. Mientras no se atiendan las causas estructurales de la desigualdad, la marginación y la falta de oportunidades, los narcocorridos seguirán sonando —aunque sea a escondidas— porque representan una narrativa que mucha gente siente como propia.

No se trata de justificar ni de romantizar el fenómeno. Se trata de entender —y seguir señalando, como en entregas anteriores— que la crisis de seguridad pública no se resolverá con leyes simbólicas, sino con políticas profundas que transformen el entorno social que da origen a estos ídolos de papel y sangre.

Solo cuando logremos que la esperanza pese más que la desesperación, y que el futuro valga más que el dinero fácil, tal vez dejaremos de escuchar estos corridos como himnos y comenzaremos a escribir una historia distinta. Una donde el arte no tenga que reflejar la violencia para sentirse real.

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