A Opinión del 12/6/25

Las protestas en EE.UU. reflejan una sociedad polarizada, alimentada por políticas de odio y la indiferencia del gobierno mexicano.

Estados Unidos al borde del abismo: entre redadas, protestas y la política del odio

En las últimas semanas, Estados Unidos ha sido escenario de una oleada de manifestaciones que, aunque nacieron como una respuesta legítima y desesperada ante las redadas migratorias, han evolucionado hacia un nuevo capítulo del drama político y social que consume a la nación. Lo que comenzó con protestas pacíficas en Los Ángeles ha derivado en movilizaciones nacionales de gran magnitud, enfrentamientos con fuerzas del orden y la consolidación de un discurso oficial que, lejos de atender las causas del malestar, lo capitaliza para reforzar su narrativa de miedo, odio y exclusión.

Desde Seattle hasta Washington D.C., de Boston a Austin, el país parece estar incendiado no solo por la indignación ciudadana, sino también por una estrategia deliberada de polarización. La administración de Donald Trump no se inmuta ante las protestas; al contrario, se alimenta de ellas. En lugar de buscar diálogo o reformas migratorias de fondo, redobla su apuesta autoritaria con declaraciones inflexibles, movilización militar, represión selectiva y un mensaje claro: aquí no hay espacio para la disidencia, y mucho menos para el “otro”.

A la distancia, el dramatismo de estas manifestaciones bien podría parecer parte de una puesta en escena orquestada por los extremos ideológicos: unos que quieren afianzar su dominio con mano dura y otros que buscan un cambio profundo frente a décadas de injusticia estructural. Pero hay algo más profundo en juego: la lucha por el alma de Estados Unidos, por definir si será una nación abierta y plural o un país anclado en la nostalgia de una supremacía blanca y conservadora que se resiste a morir.

Lo más alarmante es que este momento convulso no solo ha servido como catalizador para el radicalismo interno, sino que ha exhibido las debilidades de gobiernos vecinos como el de México. La respuesta del gobierno mexicano ha sido, en el mejor de los casos, tibia; en el peor, cómplice por omisión. Más allá de comunicados diplomáticos estériles, no ha existido una postura firme, una defensa real de los derechos de los connacionales que viven con el miedo constante de ser separados de sus familias, detenidos o deportados sin más razón que su estatus migratorio. La incapacidad para comprender la magnitud del problema no solo es alarmante: es imperdonable.

Mientras tanto, la sociedad estadounidense se divide cada vez más. Por un lado, millones de ciudadanos –migrantes e hijos de migrantes, jóvenes y veteranos, estudiantes y trabajadores– alzan la voz en defensa de los valores democráticos y de los derechos humanos. Por otro lado, un sector radicalizado, que se siente representado por Trump y su retórica del enemigo interno, aplaude la violencia institucional y exige más mano dura. Esa fractura no es accidental: ha sido construida y cultivada desde el poder, con el mismo guion que hemos visto implementarse en otros países, incluido México.

Porque sí: en México también hemos visto cómo la polarización se vuelve una herramienta para mantenerse en el poder. El “pueblo bueno” contra los “conservadores”, el “nosotros” contra los “otros”. Los gobiernos –del norte y del sur del continente– han aprendido que dividir es una estrategia efectiva para gobernar sin rendir cuentas, para imponer agendas sin consenso, para sobrevivir políticamente a costa de la cohesión social.

Las protestas en Estados Unidos son, entonces, más que una respuesta espontánea a una política migratoria injusta. Son un grito colectivo que denuncia un modelo de poder que se alimenta del conflicto. Y aunque ese grito se ahoga a veces entre gases lacrimógenos y detenciones arbitrarias, también revela una verdad incómoda: la democracia está en crisis, no porque la gente proteste, sino porque los gobiernos han decidido no escuchar.

La historia juzgará este momento con severidad. Juzgará a quienes promovieron el odio como política pública, a quienes guardaron silencio ante la injusticia, a quienes utilizaron el miedo como herramienta electoral. Pero también reconocerá a quienes, aún en medio del caos, tuvieron el valor de decir: aquí estamos. Y no nos iremos.

Sobre el autor