Historias de Aguascalientes: El susurro de los gatos
En una colonia antigua, Cecilia desaparece, dejando tras de sí misterios, seis gatos enigmáticos y extraños sucesos inexplicables.
En la colonia La Salud, entre las calles empedradas y los murmullos de las tardes calurosas, vivía Cecilia. Era una mujer menuda, de mirada esquiva y cabello siempre recogido en un moño desordenado. Su figura se volvía conocida para cualquiera que transitara por esas calles: con una canasta de chicles en una mano y un monedero gastado en la otra, recorría los comercios y esquinas ofreciendo su mercancía.
—¡Chicles de menta, fresa, hierbabuena! ¡A dos por uno, joven!—, exclamaba con una voz que parecía desgastada por los años y los silencios acumulados en su hogar.
Su casa estaba en el fondo de un callejón angosto, justo al lado de un árbol torcido que, decían, atraía rayos en las tormentas. Era una construcción vieja, de paredes agrietadas y ventanas opacas. Nadie solía visitarla, y los vecinos evitaban hablar de ella más allá de lo necesario. Sin embargo, había un detalle que todos conocían: Cecilia tenía seis gatos.
Los felinos eran una presencia constante. Se les veía observando desde las ventanas, saltando sobre el desvencijado techo o acechando a los transeúntes desde las sombras. Eran animales de pelaje opaco y ojos penetrantes, como si compartieran con su dueña un secreto que nadie más podía comprender. Algunos decían que los gatos hablaban con Cecilia por las noches, que sus maullidos no eran más que palabras en un idioma antiguo y olvidado.
Un día, Cecilia dejó de aparecer por las calles. La canasta de chicles quedó vacía en algún rincón, y su figura se desvaneció como un susurro en el viento. Los vecinos comenzaron a murmurar. Algunos decían haber escuchado extraños ruidos provenientes de su casa: un crujir de maderas, maullidos que parecían multiplicarse hasta convertirse en gritos, y un olor dulzón que impregnaba el callejón.
Tras varios días de ausencia, dos hombres del mercado, curiosos y algo alarmados, decidieron entrar a la casa. Tuvieron que empujar con fuerza la puerta, que estaba bloqueada por montones de basura y objetos viejos. En el interior, la oscuridad era casi palpable. Las paredes estaban cubiertas de arañas y extrañas marcas que parecían garabatos infantiles. En el centro de la sala, rodeada por los seis gatos, encontraron a Cecilia.
Estaba sentada en una silla de madera, inmóvil, con la mirada fija en el vacío. Sus manos sostenían un chicle sin abrir, y su boca, entreabierta, revelaba un rictus extraño, como si hubiera intentado hablar en sus últimos momentos. Los gatos la observaban con una calma inquietante, como si velaran su cuerpo o esperaran algo.
Uno de los hombres intentó acercarse, pero un maullido profundo y gutural lo detuvo. Los seis gatos se levantaron al unísono, formando un círculo alrededor de la mujer. Sus ojos brillaban con un fulgor que no parecía natural. Asustados, los hombres huyeron de la casa, dejando la puerta abierta tras de sí.
Días después, cuando las autoridades finalmente acudieron, la casa estaba vacía. No había rastro de Cecilia ni de los gatos. Solo quedaban las marcas en las paredes y el eco de un olor dulzón que parecía impregnado en el aire. Algunos dicen que, en las noches más oscuras, se pueden escuchar maullidos provenientes del callejón, junto con una voz suave que ofrece chicles a nadie en particular.
La colonia La Salud nunca volvió a ser la misma. Y el árbol torcido sigue ahí, atrayendo rayos y sombras que parecen moverse por su cuenta.