A Opinión del 4/6/25

En México, la confusión entre medios públicos y privados desvirtúa su función; urge recuperar su identidad, compromiso social y responsabilidad histórica.

La confusión de las concesiones: entre lo público y lo privado en la radiodifusión

No se trata de cuestionar el trabajo de productores ni de colegas en la industria de la radio y la televisión. Todo lo contrario: sorprende y entusiasma la calidad, el talento y el compromiso con el que se están haciendo las cosas. La crítica, si es que puede llamarse así, no va dirigida a quienes están frente a los micrófonos o detrás de las cámaras, sino al rumbo que, desde una visión muy personal y quizá inocente, considero que deberían seguir las concesiones en nuestro país.

Vivimos tiempos extraños en materia de telecomunicaciones. No por falta de capacidad técnica ni por ausencia de creatividad, sino porque las fronteras que separan a lo público de lo privado se han vuelto borrosas. Algunas concesiones públicas —cuyo origen y razón de ser están anclados en el servicio sin fines de lucro a la sociedad— han empezado a comportarse como si fueran empresas comerciales. En esa transformación, pierden no solo su identidad, sino también el sentido de su existencia.

Una televisora pública tiene el mandato de ofrecer contenido informativo, educativo y cultural de calidad, con una visión plural, diversa y accesible. Su fin no es competir en ratings ni alcanzar objetivos comerciales. Vive del erario, y esa condición le permite crear sin la presión de las métricas del mercado. Su lógica debería ser la del servicio, no la de la venta. Sin embargo, cuando se desliza hacia lo comercial, pero sin asumir las responsabilidades del mercado, cae en una ambigüedad peligrosa: ni cumple con su función pública, ni juega limpio en el terreno privado.

Del otro lado, las televisoras privadas tienen una razón de ser distinta. Buscan atraer audiencias diversas con contenidos variados: noticias, entretenimiento, concursos, entrevistas, telerrealidad, programas infantiles, publireportajes… En su naturaleza está el riesgo empresarial, la búsqueda de rentabilidad y la adaptación constante a un entorno competitivo. Pero eso no significa que deban convertirse en instrumentos de propaganda o perder su independencia editorial.

El problema no es solo técnico ni de programación. Es de concepto. Las concesiones, públicas o privadas, no son propiedad de quienes las operan. Son un préstamo del Estado para cumplir con un fin de interés general. Confundir su propósito es desvirtuar ese compromiso. Pretender que lo público funcione como lo privado —sin control ni propósito social claro— es tan grave como esperar que lo privado renuncie a su naturaleza empresarial para complacer al poder político.

Y lo más grave es que todo esto ocurre justo cuando estamos en la recta final de los medios tradicionales. En este momento clave, en lugar de perder el tiempo en la confusión de su identidad, los medios públicos deberían asumir con claridad el papel que la historia les exige: convertirse en los cronistas del cambio de nuestra sociedad, en testigos serios y comprometidos de los grandes procesos de transformación cultural, política y social que vivimos.

No solo eso: deberían resguardar con celo sus videotecas y audiotecas, porque ahí tendría que estar escrita, imagen por imagen y voz por voz, la historia de la región en la que se encuentran. Esa memoria audiovisual no es un archivo cualquiera; es patrimonio social, es identidad, es herencia. Descuidarla o banalizarla es perder el relato propio, es condenar al olvido lo que somos y lo que fuimos.

Cuando los medios olvidan para qué existen, lo que se pierde no es solo calidad de contenido: se pierde confianza, pluralismo y, en última instancia, democracia. Recuperar la claridad en la función de cada tipo de concesión no es un tema técnico, es un acto de responsabilidad con la sociedad y con el futuro. Porque no se trata solo de comunicar: se trata de preservar la memoria y darle sentido a lo que vendrá.

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