Versos para Almendra
En una librería, el inquieto José Ramón despertó la curiosidad de la risueña Almendra con poesía y una nueva forma de ver el mundo.

José Ramón tenía la voz pausada y el alma inquieta. En sus ojos oscuros ardía una llama de lucha, de esas que no se apagan ni con la indiferencia ni con el tiempo. Almendra, en cambio, era brisa. Ligera, risueña, con los pies descalzos sobre el suelo y la cabeza en las nubes. Venía de una casa donde los silencios eran sagrados y la política, un pecado. “De eso no se habla, mijita, uno vive mejor sin meterse”, le decían sus padres mientras apagaban la televisión en cuanto salía una marcha o un discurso.
Se conocieron una tarde de noviembre, en una librería escondida en el corazón del barrio de La Purísima. Entre ejemplares usados y aromas a papel viejo, José Ramón buscaba un poemario de Roque Dalton; Almendra hojeaba un libro de arte sin mucha atención, como si buscara algo que no supiera que le hacía falta.
—¿Te gusta la poesía? —le preguntó él, señalando el libro en sus manos.
—No sé… —respondió ella con una sonrisa tímida—. Me gusta cómo suena, pero no entiendo mucho.
—La poesía no se entiende —dijo él, abriendo el ejemplar que traía consigo—. Se siente. Escucha esto:
“No creas que vamos a ser felices,
pero si lo somos, que sea con el puño cerrado y la ternura abierta.”
A Almendra le brillaron los ojos. No por el verso —que entendió a medias—, sino por la manera en que él lo decía, como si cada palabra fuera una trinchera.
Los días comenzaron a pasar como pájaros al viento. Almendra no tardó en acostumbrarse a los mensajes de voz de José Ramón, donde mezclaba poemas con noticias, reflexiones con besos. Él le hablaba de luchas sociales, de feminismos, de derechos humanos, de justicia, pero también de Neruda, de Benedetti, de Claribel Alegría. A veces, mientras caminaban por el parque, él le recitaba algún verso revolucionario, y ella se reía, no porque le pareciera gracioso, sino porque sentía que en esas palabras había una forma nueva de mirar el mundo.
—¿Por qué te importa tanto todo eso? —le preguntó una vez, mientras tomaban café en su balcón.
—Porque la política también es una forma de amar —respondió él—. Es querer cambiar las cosas para que tú, yo, y todos podamos vivir mejor.
Almendra no se volvió militante. Nunca gritó consignas ni marchó con pancartas. Pero empezó a leer, a preguntar, a dejar de bajar la cabeza cuando se hablaba de política en la sobremesa. Incluso llegó a discutir con su padre, con voz temblorosa pero firme, defendiendo el derecho de las mujeres a decidir, recordando a José Ramón diciéndole: “Pensar distinto no es faltar al respeto”.
Un día, él le escribió un poema:
Amar a quien no sabía del mundo
es como abrir una ventana en una casa cerrada.
Y tú, Almendra, dejaste entrar el sol
y no supiste cuánto lo necesitábamos.
Así, entre poemas y protestas, entre silencios que se rompían y miradas que se llenaban, Almendra y José Ramón tejieron una historia de amor que no buscaba finales felices, sino principios verdaderos. Porque entendieron que amar también es construir, cuestionar, resistir… y recitar versos juntos, aunque a veces no se entiendan del todo.